lunes, julio 12, 2010

Convergencia sin calidad: El camino a ninguna parte


Aclaración previa: alguien leerá esto y, con todo derecho, me preguntará quién me creo que soy. Responderé que esta es una modesta autocrítica sobre nuestro papel en el periodismo. Y lo hago desde que formo parte de la generación que atraviesa los turbulentos tiempos de la transición hacia nuevos modelos informativos y que no sabe bien cómo saldrá parada.
Acabemos ya con un mito: apenas con la convergencia de redacciones no iremos a ninguna parte. Quiero decir que es un concepto que, en soledad, poco aporta a la necesaria salvación del periodismo. Poco, muy poco.

Juntar periodistas que provienen de distintas plataformas; cambiar de lugar escritorios; armar mesas que concentren las decisiones editoriales, comprar/usar las últimas herramientas tecnológicas disponibles son apenas algunas acciones, que algunos medios intentan con la clara intención de no caer al abismo al borde del cual los ha colocado una sociedad cada vez más hiperconectada.

Que no están mal, claro, pero no radica ahí la única alternativa salvadora. Importante, pero no suficiente.

Puede ser bárbaro que todos estemos juntos, que compartamos las horas de trabajo y que aprendamos el manejo de los programas más apropiados para trasladar las noticias a las audiencias.

Pero no alcanza ahora ni va a alcanzar nunca.

El problema parece estar, antes que en esas necesidades, en otras, más urgentes.
Viejos peces de aguas calmas, los periodistas no aprendimos, como las truchas, a nadar en contra la corriente para preservar nuestra especie. Claro que no; después de todo, venimos de una industria que, por décadas, arrojó niveles de ganancias por encima de la media de cualquier otro sector económico.

Pero, además, esa era de bienestar convirtió a los periodistas en factores de poder y les apoltronó los despachos del establishment, alejados de las calles donde una sociedad iba mutando hacia remozados modos de comunicarse.

El cristal que rodeaba al palacio comenzó a resquebrajarse. Y, así, el balance arrojó una primera víctima: la credibilidad. Moribunda la confianza y con herramientas nunca antes en sus manos, la audiencia desplazó a los medios del centro de su elección.

Caída de ventas, mercados publicitarios en fuerte baja, precios en alza del papel, acompañaron en la pendiente a diarios cuyo valor cultural era nulo para las generaciones más nuevas, mientras sus lectores tradicionales se van agotando en un ciclo biológico irreversible.

Los periodistas creímos que construir un mensaje unidireccional o, apenas bidireccional si escuchaban alguna vez a la audiencia, era seductor para seguir formando “opinión pública”, sin entender que esa masificación de los receptores del mensaje había desaparecido.

Y que el público, siempre varios pasos más adelante, había decidido convertirse en receptor, pero a la vez en fuente de la información.

Caímos del Olimpo, desbordados por una realidad que se nos convirtió por momento en inasible.

¿Quién es el culpable de esta crisis tan profunda de la prensa? ¿Los empresarios? ¿O los periodistas?

Las preguntas atraviesan el firmamento sin encontrar respuestas certeras, aunque sobran los diagnósticos.

Se habla, entonces, del agotamiento de un modelo de negocios en una industria que maduró con rapidez inusitada desde la década de los ’90 hasta quedar al borde del electrocardiograma plano.

Se habla, también, de la falta de comprensión de los periodistas sobre su inclusión en lo que es, mal que les pese a muchos conceptualistas radicalizados, un esquema productivo que va más allá de la fabricación de noticias y que debe ajustarse a una realidad empresaria.

Tal vez ambas posturas tengan algo de razón.

Como fuere, la realidad es demasiado agobiante como para discutir, a esta altura del partido, quién es el culpable.

Los gurúes de un nuevo periodismo atinan a sugerir remozados modelos informativos y elevan sus voces en favor de una convergencia de redacciones que, sostienen, es la panacea para la resurrección de los medios.

Sin embargo, no hay a la vista ningún esquema que pueda demostrarse, en esta corta etapa, como exitoso. Grandes proyectos periodísticos, montados sobre la presunción de un triunfo escrito de antemano, se derrumbaron sin más, a poco de nacer.

Algunos tratamos de salir, casi irreflexivamente, disparados hacia un futuro que desconocemos porque ni siquiera lo hemos trazado en un plano teórico.

Otra genialidad de Jesús Martìnez del Vas, en su tira "Miércoles en la Redacción" en el blog 233grados.


En el plano formativo, la realidad va muy por delante del modelo educativo que se sigue imponiendo para los futuros periodistas. La enseñanza analógica continúa mandando dentro de las escuelas de comunicación. Hay, con todo, experiencias interesantes, cuyo resultado final todavía está en ciernes.

Y para los que ya ejercen, la capacitación no parece estar –por decisión de ellos mismos y de las empresas que conforman- entre las prioridades. Entre tantos datos que inundan la red sobre los números de las compañías de medios –costos de personal, gasto en papel, lectoría, audiencia, etc, etc.- no hay registro alguno sobre los presupuestos destinados a la formación continua.

Pese a todo, nos sumamos a un coro que ordena:

Hay que aprender el relato multimedia.

• Hay que estar en las redes sociales.

• Hay que dialogar con las audiencias.

• Hay que…

Sí, hay que hacerlo. Pero no nos preguntamos a nosotros mismos: para qué, por qué y, centralmente, cómo.

Las recetas pueden ser buenas si antes entendemos el medio en el que tenemos que movernos.

¿Conocemos lo suficiente a la audiencia?
¿Tenemos en claro qué es y para qué sirve la web?

Y con seguridad las fórmulas serán mejores si antes dejamos de ser arrogantes y nos sumergimos en un debate que tenga como objetivo reconvertir el periodismo desde las bases.

Porque, previo al daño que puede haber provocado Internet en los medios tradicionales, el socavón se produjo por una fuerte pérdida de calidad en los productos informativos.

Un manejo de fuentes con mucha liviandad (o complicidad), falta de equilibrio en el tratamiento noticioso, la pérdida de la perspectiva que debe contener cualquier información. Un cóctel maldito que nos emborrachó y nos mantiene con resaca.

Hoy nos sorprenden experiencias que buscan hacer transparente el trabajo en las redacciones, pero a partir de herramientas. ¿Es que alguna vez el trabajo del periodismo debió ser opaco? No debió, pero lo fue. Convertidos en cómplices de fuentes interesadas, capaces de comprar el alma del diablo, los periodistas convertimos a las salas de redacción en cenáculos donde se dirimían cuestiones de poder.

Cuando nos dimos cuenta, estábamos en el crepúsculo. Y aún así, seguimos creyendo que permanecíamos allá arriba.

Tal vez sea el momento de repensar al periodismo, pero desde abajo. De nuevo desde los cimientos de la sociedad. Esa es la convergencia necesaria: la que nos vuelva a unir a las raíces. Lo demás, deberá venir por añadidura.


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